Domingo, 5 de octubre
de 2014
Y llegó Carlos II. Dicho
en corto, España por el puto suelo. Nunca, hasta su tatarabuelo Carlos V, país
ninguno -quizá a excepción de Roma- había llegado tan alto, ni nunca, hasta el
mísero Carlitos, tan bajo. La monarquía de dos hemisferios, en vez de un
conjunto de reinos hispanos armónico, próspero y bien gobernado, era la descojonación
de Espronceda: una Castilla agotada, una periferia que se apañaba a su aire y
unas posesiones ultramarinas que a todos aquí importaban un pito excepto para
la llegada periódica del oro y la plata con la que iba tirando quien podía
tirar. Aun así, la crisis económica hizo que se construyeran menos barcos, el
poderío naval se redujo mucho, y las comunicaciones americanas estaban
machacadas por los piratas ingleses, franceses y holandeses. Ahora España ya no
declaraba guerras, sino que se las declaraban a ella. En tierra, fuera de lo
ultramarino, la península Ibérica -ya sin Portugal, por supuesto-, las
posesiones de Italia, la actual Bélgica y algún detallito más, lo habíamos
perdido casi todo. Tampoco es que España desapareciera del concierto internacional,
claro; pero ante unas potencias europeas que habían alcanzado su pleno
desarrollo, o estaban en ello, con gobiernos centralizados y fuertes, el viejo
y cansado imperio hispánico se convirtió en potencia de segunda y hasta de
tercera categoría. Pero es que tampoco había con qué: tres epidemias en un
siglo, las guerras y el hambre habían reducido la población en millón y medio
de almas, los daños causados por la expulsión de trescientos mil moriscos se
notaban más que nunca, y media España procuraba hacerse fraile o monja para no
dar golpe y comer caliente. Porque la Iglesia Católica era la única fuerza que
no había mermado aquí, sino al contrario. Su peso en la vida diaria era enorme,
todavía churruscaba herejes de vez en cuando, el rey Carlitos dormía con un
confesor y dos curas en la alcoba para que lo protegieran del diablo, y el
amago de auge intelectual que se registró más o menos hacia 1680 fue asfixiado
por las mismas manos que cada noche rociaban de agua bendita y latines el lecho
del monarca, a ver si por fin se animaba a procurarse descendencia. Porque el
gran asunto que ocupó a los españoles de finales del XVII no fue que todo se
fuera al carajo, como se iba, sino si la reina -las reinas, pues con Carlos II
hubo dos- paría o no paría. El rey era enclenque, enfermizo y estaba medio
majara, lo que no es de extrañar si consideramos que era hijo de tío y sobrina,
y que cinco de sus ocho bisabuelos procedían por línea directa de Juana la
Loca. Así que imagínense el cuadro clínico. Además, era feo que te rilas. Aun
así, como era rey y era todo lo que teníamos, le buscaron legítima. La primera
fue la gabacha María Luisa de Orleáns, que murió joven y sin parir,
posiblemente de asco y aburrimiento al cincuenta por ciento. La segunda fue la
alemana Mariana de Neoburgo, reclutada en una familia de mujeres fértiles como
conejas, a la que mi compadre Juan Eslava Galán, con su habitual finura
psicológica, definió magistralmente como: «Ambiciosa,
calculadora, altanera, desabrida e insatisfecha sexual, que hoy hubiera sido la
gobernanta ideal de un local sado-maso». Nada queda por añadir a
tan perfecta definición, excepto que la tudesca, pese a sus esfuerzos -espanto
da imaginárselos- tampoco se quedó preñada, pese a tener a un jesuita por
favorito y consejero, y Carlos II se fue muriendo sin vástago. España, como
dijimos, era ya potencia secundaria, pero aún tenía peso, y lo de América
prometía futuro si caía en buenas manos, como demostraban los ingleses en las
colonias del norte, a la anglosajona, no dejando indio vivo y montando
tinglados muy productivos. Así que los últimos años del piltrafilla Carlos se
vieron amenizados por intrigas y conspiraciones de todas clases, protagonizadas
por la reina y sus acólitos, por la Iglesia -siempre dispuesta a mojar bizcocho
en el chocolate-, por los embajadores francés y austríaco, que aspiraban a
suministrar nuevo monarca, y por la corrupta clase dirigente hispana, que se
pasó el reinado de Carlos II trincando cuanto podía y dejándose sobornar,
encantada de la vida, por unos y otros. Y así, en noviembre de 1700, último año
de un siglo que los españoles habíamos empezado como amos del universo, como si
aquello fuera una copla de Jorge Manrique -aquel famoso cantante de Operación Triunfo-, el último de los
Austrias bajó a la tumba fría, el trono quedó vacante y España se vio de nuevo,
para no perder la costumbre, en vísperas de otra bonita guerra civil. Que ya
nos la estaba pidiendo el cuerpo.